
Escena de un tren en India. Foto de Israel Gutier.
Delhi y la vida que se queda atrás
Episodio 1
Llegué a las 2 de la madrugada de un frío 22 de enero a Delhi. Mala hora si tu objetivo es iniciar un viaje alrededor del mundo durante 1 año gastando lo menos posible.
Atrás dejaba familia y amigos, una vida cómoda con todas mis necesidades básicas -y no tan básicas- cubiertas, miles de euros en cursos, estudios y sobre todo mucho sacrificio por conseguir salir adelante en una profesión que ya no me gustaba a pesar de que cubría perfectamente todas estas necesidades, y con la que además, podía ayudar a la gente.
Lo dejé todo porque me hervía la sangre por conocer.
Ya había viajado anteriormente los típicos 15 días o tres semanas durante las vacaciones. Pero lo que yo buscaba vendría ahora. Ahora podría viajar a mi ritmo, quedarme más días en un sitio que me gustase y salir pitando de aquél que no me diese buen rollo, parar en el camino y cambiar de dirección por los consejos de un viajero desconocido, desmantelar totalmente mis planes (si los tenía) y elegir un destino inesperado, sortear los problemas que fuesen surgiendo, disfrutar de la gente de los pueblos que visitaba, de los compañeros de viaje que fuese encontrando y sobre todo, disfrutar de la soledad.
En definitiva, vivir viajando sin preocuparme por nada más que ser feliz.
Un comerciante en India. Foto de Israel Gutier
No quería encontrarme a mí mismo ni conocerme mejor, no iba buscando la espiritualidad de India, aunque me considero una persona espiritual y tenía muchas ganas de ir al vecino Nepal como si el país de los templos budistas fuese a descubrirme algo. Simplemente quería vivir una experiencia distinta y despojarme de lo que hasta ahora me parecía imprescindible. Pero no os voy a mentir, llevo conmigo un portátil cargado de películas, un móvil lleno de música y libros, medicinas, ropa y un par de tarjetas con dinero ahorrado. No era el típico viaje iniciático que me iba a abrir la mente y a hacer que descubriese el sentido de la vida.
También tenía miedo. O intriga. O incertidumbre. No sé qué era, pero reconozco que en mi cuerpo había una sensación rara, como cuando fui por primera (y última) vez a comprar droga con mi amigo Jimmy a un «barrio marginal». Dejar todo atrás y salir con una mochila a la espalda y el billete de ida a un país en el que nunca había estado antes -y encima a un país, India, que se intuye complicado- puede ser difícil, y más cuando sabes que no hay opción de volver por miedo a perder la confianza en ti mismo y por ver cómo tu sueño se ha convertido en fracaso.
El viaje debía ser un camino siempre hacia adelante.

Escena de un tren en India. Foto de israel Gutier
Hacía frío en la salida del aeropuerto. 4 grados en la capital de India, país con más de 1.000 millones de habitantes que tantas imágenes guardaba mi cabeza gracias a documentales, libros y noticias que habían llegado hasta ella por diferentes medios. Pero no había nadie esperándome fuera.
Tras conseguir algo de dinero en un cajero y mientras andaba un poco despistado de un sitio a otro, oí «hello Sir». Me había convertido en objeto de la mafia del transporte de personas de la que ya hablaré más adelante. Un amable conductor me preguntó dónde iba, «a Paharganj» le contesté yo como si hubiera estado más veces allí. «Ok Sir, go». Y ante mi única opción, pues no había autobuses y los «taxis oficiales» no me querían llevar cuando el amable conductor hablaba con ellos, negocié un precio que me pareció justo aunque muy caro, pues nada más poner un pie en el país del color rompía mi presupuesto diario de 10-20 euros, y nos dirigimos completamente a oscuras camino de la descomunal Delhi.
El viaje había empezado en mi cabeza mucho antes. Ahora comenzaba mi camino.
ESCRITO POR:
Bruno Lakkika
Escritor, periodista y viajero que consiguió llevar a cabo el sueño de muchos de nosotros: vivir viajando.
Más artículos de Bruno Lakkika: