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Guía táctica para sobrevivir al control de líquidos del aeropuerto

Hay una especie de ruleta rusa emocional que todos jugamos al llegar al control de líquidos del aeropuerto. Es ese instante en el que, con el boarding pass en una mano y la botella de agua que se te olvidó vaciar en la otra, miras las filas y eliges una. Sin información. Sin garantías. Solo intuición… y superstición. Pero ¿y si hubiera una lógica secreta?

Israel Gutier

Porque no todas las colas son iguales, aunque todas parezcan igual de largas. Hay una ciencia (y bastante arte) en ubicarse en la fila correcta. Esa que avanza sin que sepas muy bien por qué, como si dentro del sistema de escáneres alguien guiara la suerte. Y al mismo tiempo, existe esa fila que no avanza y que, normalmente, es en la que estoy yo. Y cuando me cambio, también cambia la suerte. Te recomiendo que, si me ves en el aeropuerto, te alejes de mí.

Porque, ¿tú también miras las caras de los que están delante para intuir cuánto van a tardar? Bienvenido al club. He observado, tomado nota y luchado en el campo de batalla entre bandejas y mochilas atascadas. Aquí, mis hallazgos más útiles y más inútiles.

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La fila del carrito, el espejismo de la ternura

Lo sé. Acabas de ver a esa familia con dos bebés en cochecito y una sonrisa beatífica. Parecen organizados. Incluso llevan todo en bolsas transparentes, como manda la ley aeroportuaria. Piensas: «Esta fila va a ir como un tiro.» Error número uno.

La fila del carrito es la trampa más dulce del aeropuerto. Lo que parece orden es, en realidad, una bomba de relojería de biberones, potitos, cremas para el culito y pequeñas botellitas misteriosas (“es para los gases del niño”). Cada objeto será escaneado, re-escaneado y, si hay suerte, olido por un agente que lleva desde las seis de la mañana sin café.

Una vez vi a una madre sacar nueve frascos distintos de crema para bebés, una colonia de Disney, y una bolsa de galletas con forma de dinosaurio que —aparentemente— también requería inspección. El bebé lloraba. El padre sudaba. El carrito colapsó. La fila entera envejeció tres años.

Mi consejo: si hay ruedas de por medio, huye. Aunque la fila parezca corta, la cantidad de microgestos que requieren los cochecitos la convierte en una trampa mortal. Además, si el detector pita por el broche del chupete, pueden retener a la familia entera como si acabaran de robar la Mona Lisa.

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La fila de los “veteranos del duty free”

Hay un tipo de pasajero que reconocerás por el brillo aceitoso en la piel: son aquellos que se perfuman en la tienda del duty free como si estuvieran en una pasarela. Yo también lo hago, pero eso es otra historia. Van armados con varias bolsas, una de las cuales huele sospechosamente a musgo ártico y cuero islandés. Y sí. Llevan líquidos. Muchos.

Un señor delante de mí una vez sacó catorce miniaturas de perfume “para regalar”, una crema antiarrugas que parecía sacada de un laboratorio suizo y, por alguna razón, una botella de sirope de arce. Tardó exactamente siete minutos y medio en vaciar todo, mientras el agente de seguridad intentaba no reírse.

La clave aquí está en el volumen. No solo físico, sino emocional. Estas personas están convencidas de que todo lo que llevan está permitido “porque son botecitos pequeños” o «pero si la botella (de Coca Cola) está por la mitad». El aeropuerto no perdona. Las normas son claras: 100 ml por frasco esté o no lleno. Fin.

Por lo tanto, si ves una fila con muchas bolsas brillantes y olor a «regaliz, madera, tierra y lavanda», busca otra. Esos pasajeros están a punto de entrar en una discusión filosófica sobre “qué es un líquido”, y eso puede llevar horas.

La fila de los jubilados zen

A primera vista, la fila de los jubilados parece segura. Personas tranquilas, sin prisas, con maletas pequeñas y caras amables. Pero cuidado, esa calma no significa velocidad. Más bien todo lo contrario. Ellos convierten el control en una ceremonia.

Cada frasco de colirio se coloca con parsimonia. Cada pastilla para el colesterol despierta sospechas momentáneas. El cinturón no sale de un tirón hasta después de comprobar dos veces que no queda nada en los bolsillos. Y si el agente pide que enciendan el iPad… prepárate para una búsqueda interminable del cargador en el fondo de una mochila que parece un archivo histórico.

Una vez, en Lisboa, vi a un entrañable abuelo intentar pasar con un pequeño termo lleno de caldo casero “porque me sienta bien al estómago en los vuelos”. El agente, entre risas, le explicó las reglas. Él no discutió, pero tampoco se rindió rápido. Se lo bebió allí mismo. Con la calma. Diez minutos más tarde, la fila seguía detenida y todos aplaudimos cuando finalmente pasó el control.

El detalle es que, aunque no discuten ni se enfadan, su ritmo pausado es contagioso. Viajar con calma es una virtud menos cuando tienes la puerta de embarque a quince minutos y un boarding pass que grita “última llamada”.

Por eso, aunque la ternura de estas filas es indiscutible, no son tu mejor opción si buscas rapidez. Son filas para observar con cariño, incluso para relajarte un poco si no tienes prisa. Pero si tu vuelo está a punto de cerrar, lo siento: mejor busca a otros compañeros, aunque suponga ser «el último de fila» (perdón, no podía dejar pasar la oportunidad).

La fila de los que saben lo que hacen

Hay una especie de pasajero silencioso, invisible para el ojo despistado, pero absolutamente codiciado por quienes saben leer entre maletas. No lleva carrito. No arrastra perfumes. No suda. Y lo más importante: no duda. Es el viajero funcional, muchas veces ejecutivo, pero también freelance con mochila de 20 litros o ese trabajador de aeropuerto que va de civil y ya tiene en la cabeza el algoritmo de los escáneres.

Esta gente no viaja: se desplaza. Llevan la bandeja lista mentalmente desde casa. En una mano, su neceser transparente con exactamente cinco frascos de 100 ml, dispuestos como en un escaparate quirúrgico. En la otra, el portátil ya medio abierto, listo para deslizarse como una carta marcada. No hay conversación innecesaria. No hay error.

En un vuelo Madrid-Múnich vi a un tipo con traje sin corbata que sacó sus cosas en tres movimientos: portátil, bolsa de líquidos, reloj. En menos de 20 segundos estaba con los zapatos puestos del otro lado del control. Nadie le dio las gracias, pero todos en la fila lo miramos como si acabara de inventar la rueda.

¿Una pista para detectarlos? Zapatos sencillos, mochilas pequeñas, ropa sin metal, caras sin drama. Pueden parecer aburridos, pero son oro puro si están delante de ti. Si tienes suerte y te cruzas con varios juntos, esa fila se convierte en una autopista. La diferencia entre volar y correr hasta la puerta con los cordones desatados.

Mi consejo: si ves una fila con dos o tres personas así —aire de que ya lo han hecho mil veces, sin bolsas brillantes, sin familia detrás—, esa es tu fila. A veces, lo mejor que puedes hacer en un aeropuerto es seguir al que parece que no necesita mirar los carteles.

Epílogo desde la fila correcta (por fin)

Después de años de equivocarme, de quedarme atrapado detrás de cochecitos plegables imposibles y de bolsitas de perfumes sospechosamente rebosantes, un día aterricé —literalmente— en la fila perfecta: tres viajeros con maletas de cabina impecables, portátiles listos para la bandeja y líquidos alineados como soldados en su bolsita transparente. Ni un gesto de duda, ni una mirada perdida al fondo de la mochila. Solo eficacia..

Así es este juego. Una mezcla de estrategia y suerte, como elegir qué serie ver un domingo por la noche. A veces aciertas, otras te pasas media hora esperando que alguien saque una botella de colonia del fondo de una mochila que parece no tener fin. Es un arma de doble «fila» (perdón de nuevo).

La buena noticia es que, con el tiempo, uno afina el ojo. Aprende a leer señales sutiles. A distinguir entre el caos amable y el caos explosivo. Y, sobre todo, a tomarse esos minutos como parte del viaje, no como su enemigo. Desde entonces, cada vez que me coloco en una fila, no solo pienso en la velocidad. Pienso en las historias que hay ahí, delante de mí. Y eso, a veces, hace que incluso perder diez minutos valga la pena.

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